El Jardín de las Delicias


Al apetito sexual le pasa como a la luna: tiene sus eclipses. Pero, por fortuna, llega un momento en que el astro rey, Sol todopoderoso, señor y dador de vida, se cansa de andar de acá para allá jodiendo con el foquico, repliega sus destellos y se retira a dormir. Es entonces, tras la mágica hora azul, al llegar el crepúsculo, cuando la Luna se queda sola, a oscuras, en la intimidad de la penumbra, iluminada tan solo por el guiño de alguna estrella fugaz y en compañía de la Tierra y algún que otro planeta lejano.
No obstante, anoche debieron confabularse todos los astros. Sin duda, la Luna habría planeado verse con Venus y ambas acabaron alineadas con Júpiter y Marte. Seguramente, las brujas, elaboraron sus hechizos y conjuros más portentosos. Probablemente, los duendes juguetones y las hadas traviesas se colaron en mi cama y perturbaron mis sueños con sus travesuras.
Aunque tal vez la cosa fuera más sencilla que todo eso y lo que pasó anoche es que sufrí los efectos secundarios de algún aderezo líquido con el que acompañé la exquisita cena a la que me invitó una no menos exquisita compañía. Y tanta exquisitez junta, después de una tarde repleta de emociones y sensaciones a cual más excitante pues…. es lo que tiene, que cuando la conciencia se retira a descasar (como el sol) el subconsciente se va de marcha con la Luna. El caso es que yo, que me había ido sola a la cama con la sola y sana intención de dormir sin más, me vi envuelta en un sarao tan indescriptible como inesperado.
Estaba sentada en un auditorio disfrutando de la obra que lleva por título El Olimpo de los Dioses en un concierto monográfico que ofrecía su autor. Todo se desarrollaba con normalidad, hasta que al llegar al séptimo movimiento, el dedicado a Apolo, Dios de la Música, la Belleza y la Perfección, descubrí que el auditorio se había quedado vacío y que toda la orquesta tocaba solo para mí. No sabía en qué momento habían abandonado sus asientos el resto de los asistentes, ni qué les había podido pasar. En taquilla habían tenido que colgar el cartel de “no hay entradas” y en cambio ahora... Pero eso no impidió que siguiera disfrutando de la música con total normalidad y, posiblemente, mayor agrado.
Tras el séptimo movimiento llegó el octavo, dedicado a Afrodita, diosa de la sexualidad, la lujuria y el deseo, y la repetitiva marcha solemne anterior se alejó dejando paso a la sensualidad del piano, solo, melódico,… enigmático. Entonces me sentí hipnotizada. Embelesada por aquellos acordes. Podía ver y hasta palpar cómo la música salía de aquel piano. Y no es una metáfora, ¡lo veía de verdad! No solo veía la música con mis oídos, sino también con mis ojos. Distinguía claramente cómo salía de los violines, de los vientos,…. Y podía ver como las distintas melodías se entrelazan y se fusionan formando un torrente de armonías que parecía flotar en el aire en dirección a mí. La Música me abrazó, me elevó por los aires haciéndome levitar. No tenía miedo de caer. Al contrario, me sentía segura, muy a gusto y embriagada por una enorme excitación.
De pronto, ya no estaba flotando dentro de un auditorio sino en un cielo azul sin nubes, sobre un prado verde e infinito. Había gente, mucha gente, hombres y mujeres de todas las razas. Todos estaban desnudos, como lo estaba yo. También había animales, cuadrúpedos, reptiles, terrestres, aves, anfibios,… Todos en armonía, como una gran orquesta. ¡La orquesta de la vida! Pero yo no los veía, ni los oía, porque la melodía que hasta ahora me envolvía en un abrazo estaba empezando a penetrar por mis oídos, mi boca, mi nariz,… por todas y cada una de las cavidades de mi cuerpo. Mi respiración se agitaba. Se aceleraba el ritmo de los latidos de mi corazón. Mi piel se erizaba al contacto con el torbellino de notas que recorría mi interior. No pude evitar que mi cuerpo convulsionara de gozo al tiempo que mi garganta tratará de emitir un grito jadeante. Pero en ese instante una luz me cegó y un trueno atronador me ensordeció por completo rompiendo la magia de aquel Jardín de las Delicias.  
Siguiente movimiento: Ares y Atenea, dioses de la guerra.
Lo siguiente que recuerdo es oscuridad, frio, humedad. Seguía desnuda. Algo me rasgaba las muñecas y los tobillos. Cuando mis ojos se acostumbraron a la falta de luz pude comprobar que estaba atada a unas cuerdas, similares a las de una guitarra o algo parecido.
¡Una lira! Era una gran lira, símbolo universal de la Música, la que me tenía presa como si de una tela de araña se tratase. Bajo mi cabeza, en el suelo, podía distinguir tiradas las miles de notas, figuras, compases y acordes que poco antes me habían hecho vibrar. El solo recuerdo de aquella experiencia me hacía estremecer de nuevo. Otros cuerpos estaban atados, al igual que el mío, a otros instrumentos. Quise hablarles pero no pude emitir sonido alguno. Mi voz había enmudecido. Tampoco mis oídos percibían nada. Sorda y muda. ¡¿Acaso había mayor desgracia para los amantes de la Música?! Atrapados en sus pasiones, sin poder disfrutar con ellas ni de ellas.
De pronto, una cosa negra y peluda con múltiples patas de dirigió zancuda hacía donde yo estaba. Se acercó, me olisqueó y succionando los dedos de mi pie derecho con su boca viscosa, se relamió mientras se alejaba. Se dirigió al cuerpo que estaba atado a la viola de gamba y lo devoró de un bocado. Mi esperanza deseó que aquel bicho asqueroso hubiera quedado satisfecho, pero no fue así. Volvió a acercarse a mí, metió una de sus asquerosas patas en mi boca y yo cerré los ojos esperando que me arrancara la cabeza de un zarpazo. Pero tampoco fue eso lo que ocurrió. Con otras dos patas separó mis rodillas y sacó una lengua en forma de víbora que se dirigía presta hacía mi…
Y desperté entre palpitaciones y desconcierto. Desperté desmelódica, desarmónica y dismódica. Totalmente átona y atónita. Algo asustada, pero misteriosa e inexplicablemente excitada.
Para una vez que no se me eclipsa la luna, resulta ser un sueño.

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